
Hace años que Ortega y Gasset denunció que en el mundoentero la polÃtica, es decir, la supeditación de la teorÃa a la utilidad, habÃa invadido por completo el espÃritu. Y ello habÃa traÃdo como consecuencia una sociedad práctica, que recrea una cultura de medios, en la que no importan los fines últimos. De ahà que plantease la necesidad de enfrentar esa cultura de medios con una cultura de postrimerÃas.
No desdeño la polÃtica; nada de eso. La polÃtica, en tanto fuerza que contribuye a la organización de la sociedad, que cristaliza en el Estado, es sana y necesaria. Pero, de lo que se trata es de jerarquizar esta actividad para devolverle su verdadera consideración como fuerza espiritual secundaria, en tanto que depende de otras más internas y primarias. “La vida pública no es sólo polÃtica, sino, a la par y aún antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozarâ€, decÃa el meditador de El Escorial en su libro La rebelión de las masas.
Nuestra hermosa media isla no ha sido excepción al fenómeno. El polÃtico es la figura social número uno, y la polÃtica la forma de ascenso social más habitualmente socorrida en los últimos setenta años. Tenemos, por ejemplo, una larga lista de héroes, honrados con calles, parques, escuelas, que en muchos casos, rebeldes por morbo, luchaban y luchan contra todo, sin especificar clara y distintamente el objetivo perseguido, diluido éste las más de las veces en acciones sin sentido o en una infinita y hueca palabrerÃa: pura charlatanerÃa que ha terminado desprestigiando las palabras teorÃa, polÃtica y hasta la función del intelectual. Pero el tiempo y la historia nos muestra su bien guardado secreto: se trata del ascenso social, de los intereses de individuos o de pequeños grupos que entran en abierta contradicción con los intereses del paÃs. Más lejos aún: desde hace buen rato hemos perdido la categorÃa de nación, por causa de que estos grupos impiden vertebrar objetivos nacionales, precisamente.

Sin un perÃodo social que hiciera predominar una ideologÃa aglutinante; sin clases sociales definidas, más bien embrionarias. Sin un siglo de las luces, que permitió el desarrollo sin par de Europa y hasta de los mismos Estados Unidos, al establecer estos en 1787 su contrato social, racionalmente convenido: la constitución americana fue realizada en una reunión en Filadelfia, que duró desde mayo hasta septiembre del referido año, es decir, cuatro largos meses, y a la cabeza de esa convención estaban hombres de talento indudable, capaces de mirar muy lejos. Muy distinto es nuestro caso: en unos cuantos dÃas nuestros sabios, honorables y bien intelectualmente preparados congresistas logran enmendar, remendar y yuxtaponer la constitución, con artÃculos muchas veces ambiguos, para tener siempre una puerta de escape por si acaso la situación, más adelante en el tiempo, cambia y, lo acordado en letra y, sobre todo en espÃritu, perjudica o lastima.
Ha pasado largo tiempo desde que éramos gobernados por burócratas españoles con ansias de nobleza (en esos tiempos, en abierta contradicción a la colonización anglosajona, hasta los labradores recién llegados de España, rehuÃan de “tal nombre y obras y no quieren ser labradores, sino caballerosâ€). Entonces como ahora se rehúye del trabajo manual, pero se busca el cargo, precedido de un señor tÃtulo: licenciado por aquÃ, doctor por allá, ingeniero, por favor pase. Casi todos incapaces de mantener una conversación lógica por más de dos minutos, y digo mucho.
Y asà pasamos de la brillantez inicial de la colonia La Española, a la quiebra de la economÃa basada en el oro, luego de la caña de azúcar y en otros productos agrÃcolas menores, incluida la ganaderÃa. El descubrimiento y conquista de tierra firme, la presencia de bucaneros y filibusteros, las despoblaciones ordenadas por De Osorio, el constante alzamiento de negros, junto a la desaparición de la raza india, nos condujeron a una situación en la que las palabras despoblación, miseria, aislamiento, dispersión y contrabando describen de un modo perfecto la vida colonial de la otrora Atenas del Nuevo Mundo.

Continuábamos despoblados, dispersos y sin caminos que permitieran crear un mercado interno, cuando pasamos a ser brevemente colombianos, al Núñez de Cáceres efÃmeramente declarar nuestra independencia de España en 1821 poniéndonos bajo la protección de La Gran Colombia de BolÃvar; alucinación de la que Jean Pierre Boyer, el férreo gobernante haitiano, nos hizo despertar el 9 de febrero de 1822 con un formidable ejército de 12,000 hombres, que declaró abolida la esclavitud y que la isla era “una e indivisibleâ€. El blanco Núñez de Cáceres, temeroso de los negros de al lado, nos condujo con su movimiento imprudente a los brazos justamente de aquellos. Y es tal nuestra insensatez que lo honramos con el nombre de una de nuestras principales avenidas como si hubiera hecho algo digno de elogio. Que trabajara luego en su exilio muy brillantemente en México es otra cosa, bien pero que bien distinta.
Veintidós años duró aquello; más de dos décadas siendo formalmente haitianos. Hasta que un joven intelectual, Juan Pablo Duarte, concibió una República que fuese independiente no sólo de HaitÃ, sino de cualquier otra potencia. Su costo personal: el destierro, la miseria y el olvido de un pueblo demasiado preocupado por su pobreza y luchas intestinas a las que fuerzas anti nacionales le obligaban sin cesar. Fuerzas que lograron su despropósito un 18 de marzo de 1861, anexando la joven república a España.
SÃ, otra vez a España: Pedro Santana, entregó “a su buena amiga, la Reina Isabel II, la adhesión unánime de un pueblo pacÃfico y trabajador, y el regalo magnÃfico de un pueblo sin periódicos y sin abogadosâ€, es decir, sin prensa libre y sin intelectuales. Pero su alegrÃa duró escaso tiempo, pues a poco, las afrentas de los españoles y las desilusiones de su régimen que aumentó la miseria, hicieron que el pueblo dominicano se alzara en armas para defender con su vida misma la Restauración de la República.

Y desde ese momento se inició un perÃodo de anarquÃa, un continuo batallar por el poder polÃtico entre pequeños grupos y hombres de valor personal indudable que, alzados en los montes se proclamaban generales y gobernantes de horca y cuchillo. En tan sólo tres años, por ejemplo, de 1876 al 1879 tuvimos catorce gobiernos, y en el último trimestre de 1876, cuatro. Y ese estado de permanente anarquÃa y corrupción fue el origen de la bancarrota económica que condujo a la intervención de nuestras aduanas por los Estados Unidos. La deuda pública nos condujo a la intervención extranjera, militar, que implantó un control que hizo que hasta para hacer una acera se necesitase de la aprobación de Washington. (Pero no aprendemos; nuestros sesudos congresistas y ejecutivo no cesan de tomar prestado, pues sólo piensan en cómo salir ricos del cargo; a fin de cuentas nadie les pedirá una rendición de cuentas a nivel personal).
De modo que ese estado de anarquÃa permanente, y la deuda pública subsecuente, fueron las causas fehacientes de las dos intervenciones militares que hemos padecido en el presente siglo, y fue además el inmediato motivo de la tiranÃa trujillista. Nuestros polÃticos, concentrados en la defensa de sus no siempre loables intereses, pierden la visión de conjunto de la sociedad y el mundo. Al principio de siglo, verbigracia, ignoraban la polÃtica del gran garrote, que venÃa implementando Teodoro Roosevelt; y hoy ignoran el ambiente en el que estamos inmersos queramos o no queramos: democracia, justicia, educación, respeto y desarrollo del medioambiente, transparencia, información, participación, mejor distribución de la riqueza, etc. Nuestra clase polÃtica deberÃa reflexionar sobre su habitual comportamiento imprudente y avaricioso, no vaya a ocurrir nuevamente la desgracia de que necesitemos una vez más de tropas extranjeras para manejar nuestras seculares pendencias.
Ahora bien; lo cierto y verdadero fue que los dominicanos, una vez eliminada la dictadura de Trujillo en mayo de 1961, con tropezones, el sacrificio de nuestros jóvenes, la contribución de muchÃsima gente de los más variados sectores sociales, hemos logrado crear una democracia bastante estable; de un estado dominado por generales guerrilleros, donde la anarquÃa y la miseria iban de la mano y que nos condujo a la noche tenebrosa de la tiranÃa, tenemos una sociedad mixta, industrial, agrÃcola y de servicios, con muchÃsimos problemas y carencias, pero en la que existe una clase gerencial madura que nos puede aportar quizás la necesaria disciplina que desde la colonia tanta falta nos hace; hay intelectuales reflexivos que nos crean ideales y objetivos, y también se dispone de una prensa alerta, portadora cotidiana de la libertad y soberanÃa popular.

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